“El que no cree en la magia, nunca la encontrará”
-Roald Dahl
por Parco
En el naciente año 2000 yo tenía 14 años. Había entrado a un colegio de paga y la vida dio un giro en 180 grados, nada que ver con la primaria «hippie» en la que pasé aterrorizando los primeros años de educación. Era una época de cambios; de un día para otro comencé a ser alto, mis gustos e intereses dejaron de ser los mismos y de manera inmediata me enamoré del skateboarding. Algunos chicos de segundo o tercero llevaban patinetas a la escuela y como en ese momento no representaban una amenaza para la autoridad escolar, nos dejaban ingresar al salón con ellas.
Gráficos obscenos, trucks cromados, llantas blancas, shapes muy delgados, en su mayoría traídas de Estados Unidos. Pantalones amplios, cinturones de tela, camisetas blancas enormes. Niños residentes del Pedregal, de la Del Valle, de Coyoacán, cuyos padres no veían con extrañeza el cambio en sus hijos, al contrario, los proveían de cuanto capricho importado estos quisieran. De manera irremediable y por primera vez en la vida me sentí perdido y la tormentosa conclusión es que yo era carente de estilo, un avión en llamas y en picada a toda velocidad. Un muchacho que calzaba los zapatos de lona más aburridos de la vida y que no tenía ni idea de a quien recurrir pidiendo ayuda. Nadie sabía nada de nada, sólo uno…
El hermano menor de mi madre tenía una patineta. Una cómo las que vi en la escuela, pero su actitud no era nada similar a la de mis compañeros de colegio. Desde la planta baja del edificio donde vivía podías escuchar la música a todo volumen, tenía un clóset con pósters de skate, bermudas amplias, gorras planas, nada que ver con lo que yo buscaba. Lo que sucedía es que mi tío me lleva 12 años, estaba en un lapso en el que venía de salida del skate core de los 80s y 90s y para el mi novatez era un capricho de un niño el cual siempre había sido consentido, sin embargo, me llevó caminando a la que sería la meca de toda mi adolescencia: BalSkate. Y me voló la cabeza, aún recuerdo como tenían acomodado todo, la manera en que te atendían, los videos que proyectaban.
Mi familia completa asistía todos los domingos a la iglesia y solíamos desayunar en un café de chinos que estaba enfrente de BalSkate, siempre cruzaba la calle para ir a ver y jamás comprar nada. Meses antes de las vacaciones de invierno, un amigo trajo de Portland una Thrasher, la primera que vi en mi vida, en ella venía un anuncio de un hombre con ascendencia japonesa, decía que el año 2000 era el año del dragón y calzaba con orgullo unos Vans. ¡Mi padre usaba Vans! pero estos no tenían nada que ver, estos eran enormes, con vivos en azul, de cuero, con una lengüeta que presumía un dragón. Obvio cuando se los mostré a mamá dijo que eran los zapatos más feos del universo y que no entendía porque me gustaban esas cosas.
El colmo fue cuando un domingo cualquiera me di cuenta de que estaban en venta en BalSkate. Le rogué a mis padres, a mis tíos, a mi abuela, lavé el carro todos los fines de semana, asistí con mi padre a su negocio, seguro de que mi estrategia daría frutos en navidad, en año nuevo y nada. Así que pesé a mis 14 años recurrí a lo más ruin y bajo que un adolescente puede hacer: los Reyes Magos. Limpié mi zapato y lo coloqué junto al de mis hermanos, arrojé un globo con carta y me dormí temprano, lo pedí como nunca, a sabiendas de la edad, a sabiendas de conocer quienes eran, con todo en contra. Mi hermana menor fue a despertarme, todo lo que pidió llegó, al igual que mi hermano, y sí querido lector, en una esquina del árbol, estaba una caja de zapatos, envueltos de manera cuidadosa, con un dragón al frente. Fue el primer par de tenis para patinar que tuve en mi vida, incluso antes que una patineta.